El sábado del cumpleaños de misiá Elisa Grey de Abalos la casa entera se hallaba en revuelo. Era como si se preparara una gran recepción, no que se esperara a cuatro o cinco personas que vendrían más que nada con el objeto de asombrarse de que la nonagenaria no muriera aún.
..... Las vistas jamás se instalaban en el piso bajo a hacer tertulia. Subían directamente al cuarto de la enferma, y se quedaban allí, murmurando, tomado tacitas de té, comiendo confites y sandwiches minúsculos, muy sanitos. A los caballeros se les ofrecía un ponche de misteriosa fórmula, especialidad de Lourdes, pero no era raro que al terminar la tarde la historiada ponchera de plaqué quedara casi llena.
..... Ese día, y también el día del santo, Lourdes se levantaba al alba, pasando la mañana entregada a la tarea de ponerlo todo en orden, afanadísima quitando las fundas de lienzo de los muebles de la biblioteca, del salón, de la salita y del vestíbulo. Los muebles, entonces, hacían su aparición, y era como si el rubor de la vida invadiera el cadáver de la casa. La otomana del vestíbulo, apolillada es cierto, conservaba, a pesar de todo, la tonalidad vibrante de su peluche granate, y con un paño húmedo la sirvienta iba quitando el polvo de las hojas de las aspidistras que la coronaban. Las reproducciones de tamaño doméstico de estatuas célebres, los zócalos de mármol simulado, los mil cachivaches de la pequeñísima salita turca adyacente a la biblioteca, los libros y revistas en tomo, los rollos del autopiano, las plantas, vitrinas, cuadros, todo resucitaba bajo la mano de Lourdes, que, con un trapo amarrado a la cabeza y empuñando un plumero, limpiaba con minucia amorosa. Era un misterio de qué medio se servía para desempolvar los angelotes dorados en la cima de los espejos de las consolas, allá arriba, cerca del techo, pero sus vergüenzas jamás dejaron de lucir sin recato tanto para el cumpleaños como para el santo de la dueña de casa. Y las cortinas desatadas se cimbreaban suavemente, dando paso a la luz que no se tumbaba por las vastas alfombras ni se enredaba en las borlas y flecos de las poltronas desde hacía seis meses.
..... ¿Para qué? Para nada. Hacía mucho tiempo que las visitas subían directamente al dormitorio de la enferma, sin mirar siquiera los recibos. Pero, al entender de Lourdes, y nadie hubiera osado desafiarla, era necesario tener todo listo y como nuevo para los aniversarios de la señora: ése era el orden de las cosas y así tenía que ser. En otra época, el primer piso de la casa había estado entero a su cuidado y lo aseaba diariamente. Caducada esta función por inútil, la revivía con pasión esas dos veces al año en que la casa toda resonaba con su autoridad.
..... Andrés llegó cerca de las once de la mañana. Fue derecho a la cocina para preguntar a Rosario qué delicadezas le tenía de almuerzo, pero la cocinera lo echó diciéndole que era sorpresa.
..... Subió los escalones de dos en dos. Se sentía especialmente alegre ese sábado de otoño. El sol era suave y dorado, y la gente que vio venir caminando por el parque parecía no tener preocupaciones más graves que las de comprar maní caliente y hacerse lustrar los zapatos. Además, los estudiantes de leyes que se paseaban enfrascados en sus volúmenes hacían crujir las hojas amarillas caídas, y eso le agradaba: él había sido estudiante de leyes en otros tiempos, y había conocido también la angustia deleitosa de exámenes e interrogaciones. Por otra parte, la tranquilidad aportada a su abuela por la presencia de Estela, de la que fue testigo en su última visita, le daba una confianza hasta ahora desconocida en ese respecto.
..... Al llegar al primer rellano Andrés estaba acezando. Tuvo que recordar sus años para subir con más mesura. Traía a su abuela un ramo de dalias tardías y un chal rosado en un paquete primorosamente hecho en la tienda donde lo compró.
..... -¡Feliz día! -exclamó al entrar en el cuarto de la enferma, y se acercó para besarla.
..... Estela iba de aquí para allá en el dormitorio, alistando las sábanas bordadas que ponían en la cama de la dueña de casa cuando esperaba visitas.
..... -Buenos días, Estela.
..... -Buenos días, señor.
..... En fin, ya no le decía patrón; Andrés había rogado a Lourdes que se lo pidiera de su parte. Además, el aspecto de la muchacha se hallaba notablemente mejorado. Los chapes, que cuando llegó colgaban delgaduchos a la espalda, eran ahora un nudo negro y reluciente en la nuca. Sus mejillas brillantes, su cuello enhiesto, todo en ella parecía haber hallado dignidad. Sólo sus ojos, siempre gachos, permanecían iguales: dos ranuras húmedas y oblicuas. Pero ahora no era raro verlos abrirse de pronto para mirar de frente, y en ese fondo negrísimo surgía súbitamente algo como una intensa llamarada azul. Luego el espesor de las pestañas volvía a velarlos. Sin embargo, la torpeza campesina aún trababa sus movimientos y pesaba en sus grandes pies.
..... -¿Cómo ha estado la señora? -preguntó Andrés a Estela.
..... La muchacha estaba cabizbaja.
..... -¿Por qué le preguntas a ella? -interrumpió la enferma-. ¿Crees que estoy tan tonta que no soy capaz de contestar yo misma?
..... Andrés conocía demasiado bien ese tono de la voz cascada, como confundida por los labios sueltos de la boca donde la dentadura postiza no había sido colocada aún. Detrás de esa debilidad, la llama de la violencia se hallaba ígnea, lista.
..... -¿Cuántos años cumple, abuelita?
..... -No cambies el tema. Diecinueve. ¿Qué te importa?
..... -¿No serán veinte?
..... -No, diecinueve, justo dos más que la Estela. Y como yo sé que a ti te gustan pollitas, porque eres un viejo verde, a mí también me vas a poder querer.
..... Las esperanzas de Andrés de una paz prolongada se derribaron cruelmente. Todo el asunto iba a comenzar de nuevo tal como con las demás cuidadoras: las pendencias, las humillaciones, la suciedad que a todos salpicaba. En un minuto más, Andrés sabía, el fuego de esa violencia se iba a extender incontrolable, iba a quemar, iba a arrasar, iba a herir. Se consoló pensando en que era una suerte que por serle conocida desde hacía tantos años, y por su natural poco dado a extremos, sólo su compasión era vulnerable a las locuras de la anciana.
..... Estela sonreía incómoda. Misiá Elisita rió con una risa que podía ser una tos apagada o un cacareo. Como último intento de desviar hacia regiones agradables el pensamiento de la anciana, Andrés dijo:
..... -Ah, si tiene diecinueve, entonces le sentará el rosado. Mire. Abra este paquete. Estela, ponga las flores en el jarrón de allá, ¿quiere?
..... -Abremelo tú. Estos nudos modernos con tantas zarandajas no los entiendo...
..... Cuando Andrés estiró el chal soberbio para exhibirlo, la locura que se había estado acumulando en los ojos de misiá Elisita cedió a la codicia. Dando dos palmadas de deleite que sonaron más a huesos que a carne, exclamó:
..... -¡Qué lindo! Déjame tocarlo, ah, sí, sí, es fino. Voy a estrenarlo esta tarde. -Y con un remedo de sonrisa en sus labios acuchillados por los años, agregó-: Claro que para mí debía haber sido negro, una mortajita bien abrigadora.
..... Y volvió a reir con su tos o cacareo equívoco. Prosiguió:
..... -Este chal tan lindo le va a sentar mucho más a la Estela. A ella sí que le quedaría bien de veras. Mira, niña, lo que te trajo tu novio, un chalcito rosado. Para que te veas rosadita cuando despiertes a su lado en la mañana...; toma; pruébatelo...
..... -¡Abuelita! -amonestó Andrés con voz apagada.
..... Todo estaba perdido. Estela se dirigió al rincón más lejano del dormitorio. Andrés deseó hacer algo como para..., como para protegerla; era tan inocente la pobre, pero no supo qué hacer ni decir.
..... -Estelaaaaa... -el aullido de la anciana naufragó en un borbotón de sus labios fláccidos.
..... -Abuelita, por Dios, ya va a comenzar otra vez...
..... -Voy a comenzar, voy a comenzar. ¿Voy a comenzar a qué? A decir la verdad y es a eso lo que ustedes le tienen miedo. Yo sé la verdad. Para algo tengo los años que tengo. ¿Me crees tonta, no? Loca seré, pero tonta no. A mí no me engaña nadie, nadie...
..... -Pero si nadie quiere engañarla, abuelita, por Dios. Acuérdese que hoy es su cumpleaños y tiene que portarse bien...
..... -Mira, insolente, no me vengas a tratar como a una chiquilla chica, que tengo casi cien años y hace tiempo que debía estar bien agusanadita en mi tumba...
..... -¿Pero qué le pasa? ¿Qué tiene? Piense en otra cosa..., mire. ¿Le gustan estas dalias que le traje de regalo?
..... -No hables leseras. Tú, china de porquería, ven para acá...
..... Estela no se movió. Levantando un poco las manos como quien pide ayuda, miraba a Andrés, que desvió la vista al ver esas palmas, acosado tanto por la presencia de esa carne fresca y rosa que se le antojó descaradamente indecente, como por la locura de su abuela, que de manera tan inconveniente los había unido. ¿Dónde mirar, a quien acudir en busca de orden?
..... -¿Que no me oyes? -volvió a aullar misiá Elisita.
..... La muchacha se acercó a la cama de la enferma. Parecía que nada ni nadie iba a ser capaz de levantar esos párpados, ni de iluminar esos ojos fijos en el suelo.
..... -¡Pruébate tu chal! ¡Pruébate tu chal rosado, que a ti te lo trajo de regalo! Si me lo trajo a mí sería un insulto, porque es un chal de puta, sí, de puta, no para una señora que merece una corona de santa y de reina como yo. ¡Pruébate tu chal, te digo, china!
..... La muchacha, con los ojos llorosos y aterrados, no se movía, como en espera de algo de parte de Andrés. ¿Qué era, qué era lo que le pedía así, muda, con los ojos y las manos? Era como si se entregara entera a él y él fuera incapaz de aceptar la responsabilidad de esa entrega. La mente de Andrés no le obedecía, su abuela bloqueaba por completo su pensamiento, impidiendo el paso de toda emoción menos esto, esto nuevo, que parecía querer transformarse en terror. No hallaba manera de dominar la farsa macabra.
..... -¿Crees que me vas a engañar?
..... -No..., no...
..... -No, no -remedó la nonagenaria-. Ni siquiera sabes de qué estoy hablando. ¿Crees que no me doy cuenta? ¿Ustedes creen que no me di cuenta de las miraditas que se echaron cuando entraste a la pieza? ¡Chiquilla templada! ¡Qué, templada no, enferma! ¿Crees que no sé que esta india de porquería es tu querida y que me la pusieron de cuidadora para que me robe todo lo que tengo? ¡India puta! ¡Las cosas mugrientas que le habrás enseñado a hacer en la cama! ¡A mi nieto, que tiene sangre, noble y pura, y que debía haber sido un príncipe! Cochina, viciosa...
..... Estela se había envuelto en el chal, apretándolo a su cuerpo. Andrés la vio rosada entera, como si la desnudez de la palma de sus manos se hubiera extendido impúdicamente por todo su cuerpo, como si misiá Elisita la hubiera desnudado con sus palabras enloquecidas, para entregársela. La mente de Andrés pugnaba por echar mano de cualquier cosa para cubrir o alejar esa imagen, pero era inútil.
..... -Asco debía darte acostarte con esta india que te va a pegar qué sé yo qué enfermedad. ¡Chiquilla depravada! No me vengan a decir que trajeron del campo a esta diabla; de una casa de remolienda será. ¿Qué creen que soy yo? ¿Cabrona? ¿Diecisiete años dice que tiene? ¡Diecisiete! ¡Treinta, por lo menos, infectada como para cincuenta!
..... Andrés se puso de pie, temblando. Era la primera vez que la locura de su abuela se le aproximaba tanto, tan peligrosamente. Era como si, hallando por primera vez una pequeña superficie de carne vulnerable en Andrés, un poco de piel despojada de su pulcro disfraz de caballero, la boca envenenada de la enferma hubiera clavado allí viejos dientes destructores. Dijo:
..... -Váyase, Estela, váyase a buscar el almuerzo de la señora.
..... Pero la muchacha, fascinada y casi sin oírlo, no se movió. La anciana seguía:
..... -¿Cómo, que vaya a buscarme el almuerzo? No lo he pedido, y no tengo hambre. Yo mando en mi casa, no tú, que no eres más que un pobre solterón que no sirves para nada. ¿A ver, que has hecho en toda tu vida que valga la pena, ah? A ver, dime. Dime, pues, si eres tan valiente. ¿Qué? Nada. Te lo pasas con tus estupideces de libros y tus bastones, y no has hecho nada, no sirves para nada. Eres un pobre solterón inútil, nada más. Y eres malo, malo, porque le tienes miedo a todo, y sobre todo a ti mismo; malo, malo. Yo soy la única santa...
..... Los pies de Andrés parecían no poder encontrar el suelo para dar un paso hacia la cama de su abuela y mirarla con ojos repletos de pavor. Su vista parecía no hallar los objetos, y en su garganta las palabras huían de su voz. Todo estaba revuelto, dolores nuevos e inciertos, que eran viejos y demasiado conocidos, girando en una materia viscosa, agitada por las palabras de su abuela, y él, dentro de esa olla de incertidumbre, remeciéndose perdido.
..... -¡Cállese! ¡Está loca..., loca inmunda, cállese! No sabe lo que dice. ¿No ve que la Estela la está oyendo?
..... Misiá Elisita se incorporó débilmente, apoyada en el codo, y fijando a Andrés con lo que quedaba de azul en sus ojos, le preguntó muy seria:
..... -¿Te atreves a insultarme a mí, a decirme loca inmunda, a mí, que no soy más que una pobre enferma, por defender a la Estela?
..... Andrés no pudo sostener su mirada. De su garganta escaparon palabras que ni él mismo supo lo que eran, palabras quebradas, balbuceos de su conciencia rota, que se hundía en miedos confusos. La anciana se dejó caer en su lecho, gimiendo:
..... -No me quieres, no me quieres...; nadie nunca me ha querido, nadie, porque siempre he sido una santa. Nadie me quiere; ni siquiera Ramón; nadie y yo que he sido tan buena, y lo he sacrificado todo, todo..., y ahora me voy a morir...
..... La anciana seguía gimoteando. Sus fuerzas cesaron pronto, dejándola convertida en un ovillo insignificante y blanquecino entre las sábanas, en el que la vida apenas existía, apenas palpitaba. Sus manos, con un rosario entre los dedos, se habían plegado sobre su pecho como las de un muerto, pero sus labios se movían.
..... -Váyase... -murmuró Andrés a Estela.
..... En el momento en que la muchacha salía de la habitación, la enferma, repentinamente, se incorporó en el lecho, y espetó:
..... -¡Puta!
..... Y cayó, convertida en un pingajo, en un pequeño montón de vida sin forma entre las sábanas, los ojos cerrados, las manos plegadas sobre el pecho, con un rosario entre sus dedos. Pero no dormía, ni había muerto. Sus labios continuaron moviéndose; sus dedos pasando cuentas. Misiá Elisita Grey de Abalos rezaba.
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